Diálogo completo con Enrique Prochazka.
La versión editada apareció en Correo.
Obsesionado con edificar una gran obra literaria, Enrique Prochazka acaba de publicar Cuarenta sílabas, catorce palabras
El arte de construir
Enrique Prochazka busca, con cada libro, edificar una pirámide. Cuarenta sílabas, catorce palabras (Editorial Lluvia, 2005) es un ladrillo más en ese intento literario.
Carlos M. Sotomayor
Correo: En algunos autores cada aventura literaria marca la búsqueda de la gran obra, en otros, como parece ser tu caso, cada libro es una pieza importante dentro de un todo...
Enrique Prochazka: No veo que las dos cosas sean contradictorias. Yo he procedido a construir una pirámide al revés. Lo primero que empecé a escribir fue la cúspide de esa pirámide: un libro que empecé a escribir cuando tenía catorce años. Y todavía la escribía cuando estaba a mitad de facultad. Realmente me cansé de esto, que era infinito y enorme, y entonces empecé a escribí una historia sobre por qué no podía escribir aquella otra. Una especie de metalibro. Entonces he estado yendo como hacia la base de esa pirámide. Finalmente eso también ha quedado en suspenso y lo que he hecho es construir los ladrillos que arman la base.
C: En tus relatos se percibe una honda preocupación por la construcción de las estructuras...
EP: No sé cuál es la razón, pero te puedo decir que me tomo muchísimo tiempo en producir una estructura. Por ejemplo, ahora se me a ocurrido trabajar primero en Power Point, y no en Word, porque me permite trabajar más la estructura. Y luego, cuando tengo ya un armazón, me dedico a trabajar los textos. Tampoco es que la estructura me lleva tan de la mano que me haga olvidar crear un lenguaje hermoso. Yo quiero escribir cosas que yo mismo al leerlas las disfrute.
C: En tus relatos se aprecia eso...
EP: Ese disfrute va en dos sentidos. Mínimamente en dos. El texto bello y la estructura inteligente, armoniosa, simétrica. A veces he leído cuentos que no tienen más de 500 palabras de repertorio léxico. Y creo que esa es una ofensa al lector. Porque si a uno lo están poniendo a la luz pública, tiene cierta responsabilidad de hacer bien lo que hace público.
C: Tu primer libro, Un único desierto, recibió muchos elogios; sin embargo, algunos apuntaron una marcada impronta Borgeana...
EP: Cuando escribí el libro hacía diez años que no escribía como Borges. Escribía como él cuando tenía 22 años. Y yo publiqué ese libro a las 36. A mi me fascinaba Borges por eso que se encuentra en Alfonso Reyes, en Ortega y Gaset: un lenguaje cuidadosísimo. Pero también, una capacidad para estructurar que no abunda. Y que es sumamente clásica: la encuentras en Homero, en Melville. Y si puse esas dos cosas, más un mundo de anécdotas extraídas de bibliotecas, terminé asemejándome a Borges, no porque me copiara de él, sino porque me copiaba de aquellos de los que él se había copiado. Creo que nadie me ha creído (risas). La aparición de Casa los ha sorprendido.
C: En la novela Casa se trasluce una reflexión sobre la condición humana...
EP: Yo creo que es un viaje por las convicciones, por las certezas que uno tiene. Yo empecé a escribir ese libro desde una perspectiva, si quieres, intercultural. Tenía 30 años. Y algunos de los párrafos que escribí más temprano tienen todavía ese ánimo por lo tolerante, por el relativismo cultural y el analizar un hecho desde diversas perspectivas culturales. Hacia el final de mi aventura como escritor de ese relato, estaba convencido precisamente de lo contrario. He tenido que voltear algunas de las versiones para que se pudiera parecer a lo que este narrador está diciendo. Y en realidad, eso es lo que le pasa al protagonista en la novela: se trastorna y deja de ser ese alguien que era intercultural y acaba convenciéndose de que es occidental; y que más le vale serlo. Y es una norma de conducta que, en buena cuenta, le permite salvar a su hija.
C: En Cuarenta sílabas, catorce palabras abordas nuevamente un género poco transitado en nuestra literatura: la ciencia ficción.
EP: Quizás porque uno termina inclinándose a aquello que le abrió las puertas a la literatura de joven. Yo empecé leyendo a los 9 o 10 años relatos de aventuras como todos, pero luego eché mano a autores como Arthur Clarke, Asimov. Fue mudarse a un universo diferente. Y nunca lo dejé. Esa historia enorme que te mencioné estaba escribiendo entre los 13 y 22 años era exclusivamente de ciencia ficción: una epopeya de 36 mil años de duración. Y que me estaba tomando casi tanto escribirla, entonces la dejé (risas).
C: ¿Cómo ves nuestra literatura última?
EP: Paso sumergido en internet, en Google, bastantes horas; en parte, porque es mi trabajo. Tengo que estar enterado de muchas cosas. Y prácticamente no tengo tiempo para leer. Mis costumbres de lector han degenerado en una especie de zapeo infinito. De esa manera no puedes construirte una imagen casi de nada. Entonces, si tuviera que comentarte de lo que está haciendo Galarza, Planas o Thays, no sabría qué decirte. Leo las críticas, sí, trato de mantenerme al tanto de cómo se pelean entre sí. (risas)
C: ¿Nada para rescatar?
EP: Salvo Thays, que me parece interesante porque visita los temas que yo también he visitado. Leí La disciplina de la vanidad y digo lo que dices tú de Casa, que es buena pero que cojea al final. Sigo creyendo que las obras de Vargas Llosa siguen siendo demasiado grandes, incluso para Bryce. Bryce no hace otra cosa que calcar a Bryce. Yo dejé de leerlo porque descubrí en tres o cuatro novelas la misma escena. La escena en la que unos muchachos se empujan al agua con las toallas, de manera que cuando las escurran se marquen los músculos de sus antebrazos. Ahora, pueden decir que yo tengo laberintos en cada cosa que escribo, pero esa es una tradición que tiene cinco mil años (risas).